Los Muertos, de James Joyce, considerado uno de los mejores relatos de la literatura en lengua inglesa, publicado en 1914, resulta de una melancolía estremecedora. Después de una cena y un baile de Epifanía en una casa de Dublín, entre recuerdos, conversaciones y banalidades, cuando el matrimonio Conroy está a punto de volver al hotel, alguien canta “a cappella” The Lass of Augrim, una melancólica canción irlandesa. Gretta Conroy, mientras baja las escaleras, queda embelesada por la tonada. Se activa un recuerdo doloroso que creía guardado en el pozo de la memoria. Su marido se da cuenta que uno de aquellos secretos íntimos emerge empapado de un pesar infinito. En el trayecto en el coche de caballos se queda muda, mientras, afuera, cae la nieve sobre Irlanda. Ya en la cámara, evoca el recuerdo de Michael Fury, un chico de diecisiete años, frágil y tímido, con una voz clara y aterciopelada, con quien paseaba por los campos de Galway cuando eran jóvenes.
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